Fruto de la casualidad… eso había sido nuestro encuentro. Un encuentro que se había prolongado más tiempo del que seguramente ambos teníamos previsto. Cenar, tomar una copa y después… ir a su casa.
–No puedes conducir con el copazo que te acabas de tomar. Si te pillan la multa te va a salir por un pico… –me dijo, muy serio–. Mi casa no queda demasiado lejos. Puedes conducir hasta allí y aparcar; hay un descampado, así que por el aparcamiento ni te preocupes.
–¿Y esperar allí? –le pregunté. Inmediatamente me sentí realmente tonta. Acababa de insinuarle que podríamos ir…
–Claro, mujer. En mi casa.
Acepté. ¿Cómo no iba a hacerlo? Creo que aunque hubiese querido, el <<no>> no habría salido de mi boca, estoy segura.
Subimos en ascensor hasta su apartamento. Se me antojó el lugar más estrecho del mundo… Él y yo en un ascensor, a solas, los dos… Sacudí la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de mi mente. Él me miró un poco extrañado por mi comportamiento. ¡Joder! Emma, tienes una edad, deja de comportarte como si aún tuvieses quince años.
El apartamento me pareció muy acogedor. Era todo muy… él. Los DVD’s y los cientos de libros acaparando todas las estanterías del salón, una gran televisión de plasma con equipo de home cinema incluído… Muebles oscuros, un mini bar. Demasiado él. Ni siquiera había fotos.
–Puedes quitarte los zapatos, si quieres. –fue una sugerencia que, por cierto, acepté. Los tacones nunca habían sido lo mío.
Lo extraño fue que al quitármelos, tras dejarlos colocados en el hall de su casa, me sentí muy… no sabría decirlo. Ya no estaba alta, erguida, haciendo ver que mis piernas podían ser bonitas; no. Me sentía casi vulnerable. Rápidamente, tomé asiento en el suelo de su salón, enmoquetado de un color beige.
–¿Prefieres estar en el suelo?
Asentí, mientras trataba de encontrar una postura cómoda y a la vez… elegante, por decirlo de algún modo.
–Oye, ¿te apetece otra copa?
–¿No se supone que vengo para que el alcohol..?
–Ya, para eso faltan unas horas. Por una no pasa nada…
–¿Qué tienes?
–Mmm… –oí tintinear las botellas al chocar–. Por desgracia sólo tengo coñac, lo siento.
Cogió su copa y la botella y se sentó a mi lado. Le vi servirse la oscura bebida y darle un generoso trago.
–¿Puedo probarlo? –pregunté.
Ya lo había probado hacía unos años, y sé que el sabor me había parecido asqueroso… pero quién sabe, tal vez, con el paso del tiempo, podría llegar a gustarme.
–¿Seguro? No te va a gustar.
–Bueno, tú déjame a ver.
Me llevé su copa a la boca y olí la bebida. Olía mal, muy fuerte… Bueno, la coliflor también olía mal y me gustaba. Mojé los labios y saboreé un poco esa… asquerosa, repugnante y… mierda de bebida. ¿¡Cómo podía alguien beberse esa cosa?!
–Jajaja, –rió, recuperando su copa y volviendo a beber–. Es una bebida de hombres, Emma, a las mujeres normalmente no les gusta.
Volvió a beber, alzando su mirada por encima de la copa. ¿Se jactaba por beber eso? ¿Acaso le hacía más hombre?
–¿Cómo puedes beberte eso así, como si fuese agua?
–Estamos hechos para que nos guste, supongo.
–Oh, por favor… –me repateaba su supuesta muestra de hombría, o lo que fuera eso que pretendía.
–¿Qué? Todavía no he visto a ninguna mujer que lo aguante. –me respondió, al ver que ponía los ojos en blanco.
Siguió bebiendo hasta que apuró su copa. Se sirvió otra generosa cantidad y lo dejó sobre un posavasos que había colocado en el suelo. Me miró con una media sonrisa. Yo, en cambio, estaba un tanto seria… Mi cerebro estaba maquinando algo. Maldición. Era de noche, altas horas de la noche; cualquier cosa que pensase sería una completa…
–Trae. –retiré la copa del posavasos y me la bebí de un trago, sin pensar.
…una completa estupidez, efectivamente.
Debí poner una cara horrible, y también graciosa, porque él se echó a reír. La verdad es que me sentó como una maldita patada en el estómago; la bebida, digo. Sentí que la boca, la garganta y después todo mi cuerpo ardía. Para colmo, esa bebida del demonio me había dejado un sabor de boca repulsivo.
–No te rías… –pude decirle, aún asqueada–. Qué asco, odio cómo…
Nuestras miradas se cruzaron. Él ya no reía, y yo me volví a poner seria de pronto. Tenía los ojos llorosos. El alcohol empezaba a hacer su efecto.
Francamente, no sé decir quién se acercó a quién. Pude haber sido yo; aquella noche me estaba luciendo. Aunque… prefiero pensar que fue él.
Cuando me besó, perdí por completo el sentido del tiempo. El sabor de su beso me hizo olvidar el repugnante sabor del coñac (y eso que él también había bebido) y nuestra notable diferencia de edad. Mierda. No, mierda, ese factor seguía estando muy presente. No podía… No…
Le aparté de mí, tal vez con más brusquedad de la que pretendía. Él ni siquiera se inmutó. Tomó su copa de nuevo, notó la ausencia de los cubitos de hielo, ya derretidos, y se levantó para ir a buscar más a la cocina.
Yo permanecí en el suelo, inmóvil. La cabeza me daba vueltas y mi boca pedía a gritos más besos.
Traté de levantarme, apoyándome en el sillón que tenía al lado, pero en cuanto despegué mi trasero del suelo, me mareé de verdad. Perdí incluso el equilibrio. Menos mal que él no me había visto.
Volvió a los pocos minutos, con hielos flotando entre el coñac en el interior de su copa. Parecía tranquilo. Imbécil. ¿De qué iba? Me logré poner en pie al fin y le miré con curiosidad.
–Bueno, ¿qué hacemos? –lanzó la pregunta al aire.
Me llevé una mano a la cabeza y suspiré por el mareo que seguía torturándome y por la indiferencia de él. Me estaba sacando de quicio, allí, apoyado sobre el marco de la puerta, alzando su copa. Se estaba mofando de mí. Siempre había sido un cabrón. Volvió a dedicarme una media sonrisa.
¿Qué estoy haciendo? No debería estar aquí.
Me voy, joder.
Mi chaqueta. ¿Dónde he dejado mi jodida chaqueta?
¿¡Por qué coño sigue bebiendo y sonriendo como si nada?!
Me dirijo hacia la entrada, para recuperar mis tacones y largarme echando leches, pero, al pasar junto a él, me detiene.
–¿Te vas? –no respondo, no obstante, él continúa hablando–. No voy a dejar que te vayas así; estás mareada. Anda, siéntate y hablemos… O mira, si lo prefieres, puedes irte a dormir. A mí no me importa.
Yo no suelo quedarme callada, me gusta hablar. Pero… es que… las palabras no me salen ahora…
–¿Dormir?
–Sí. Te dejo mi cama, yo me quedaré aquí.
–Dormir…
No estaba pensando yo en otra cosa. ¿Dormir? ¡JA!
Fingiré que no sé quién se lanzó esta vez. Nos besamos hasta acabar en el suelo.
–No puedes conducir con el copazo que te acabas de tomar. Si te pillan la multa te va a salir por un pico… –me dijo, muy serio–. Mi casa no queda demasiado lejos. Puedes conducir hasta allí y aparcar; hay un descampado, así que por el aparcamiento ni te preocupes.
–¿Y esperar allí? –le pregunté. Inmediatamente me sentí realmente tonta. Acababa de insinuarle que podríamos ir…
–Claro, mujer. En mi casa.
Acepté. ¿Cómo no iba a hacerlo? Creo que aunque hubiese querido, el <<no>> no habría salido de mi boca, estoy segura.
Subimos en ascensor hasta su apartamento. Se me antojó el lugar más estrecho del mundo… Él y yo en un ascensor, a solas, los dos… Sacudí la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de mi mente. Él me miró un poco extrañado por mi comportamiento. ¡Joder! Emma, tienes una edad, deja de comportarte como si aún tuvieses quince años.
El apartamento me pareció muy acogedor. Era todo muy… él. Los DVD’s y los cientos de libros acaparando todas las estanterías del salón, una gran televisión de plasma con equipo de home cinema incluído… Muebles oscuros, un mini bar. Demasiado él. Ni siquiera había fotos.
–Puedes quitarte los zapatos, si quieres. –fue una sugerencia que, por cierto, acepté. Los tacones nunca habían sido lo mío.
Lo extraño fue que al quitármelos, tras dejarlos colocados en el hall de su casa, me sentí muy… no sabría decirlo. Ya no estaba alta, erguida, haciendo ver que mis piernas podían ser bonitas; no. Me sentía casi vulnerable. Rápidamente, tomé asiento en el suelo de su salón, enmoquetado de un color beige.
–¿Prefieres estar en el suelo?
Asentí, mientras trataba de encontrar una postura cómoda y a la vez… elegante, por decirlo de algún modo.
–Oye, ¿te apetece otra copa?
–¿No se supone que vengo para que el alcohol..?
–Ya, para eso faltan unas horas. Por una no pasa nada…
–¿Qué tienes?
–Mmm… –oí tintinear las botellas al chocar–. Por desgracia sólo tengo coñac, lo siento.
Cogió su copa y la botella y se sentó a mi lado. Le vi servirse la oscura bebida y darle un generoso trago.
–¿Puedo probarlo? –pregunté.
Ya lo había probado hacía unos años, y sé que el sabor me había parecido asqueroso… pero quién sabe, tal vez, con el paso del tiempo, podría llegar a gustarme.
–¿Seguro? No te va a gustar.
–Bueno, tú déjame a ver.
Me llevé su copa a la boca y olí la bebida. Olía mal, muy fuerte… Bueno, la coliflor también olía mal y me gustaba. Mojé los labios y saboreé un poco esa… asquerosa, repugnante y… mierda de bebida. ¿¡Cómo podía alguien beberse esa cosa?!
–Jajaja, –rió, recuperando su copa y volviendo a beber–. Es una bebida de hombres, Emma, a las mujeres normalmente no les gusta.
Volvió a beber, alzando su mirada por encima de la copa. ¿Se jactaba por beber eso? ¿Acaso le hacía más hombre?
–¿Cómo puedes beberte eso así, como si fuese agua?
–Estamos hechos para que nos guste, supongo.
–Oh, por favor… –me repateaba su supuesta muestra de hombría, o lo que fuera eso que pretendía.
–¿Qué? Todavía no he visto a ninguna mujer que lo aguante. –me respondió, al ver que ponía los ojos en blanco.
Siguió bebiendo hasta que apuró su copa. Se sirvió otra generosa cantidad y lo dejó sobre un posavasos que había colocado en el suelo. Me miró con una media sonrisa. Yo, en cambio, estaba un tanto seria… Mi cerebro estaba maquinando algo. Maldición. Era de noche, altas horas de la noche; cualquier cosa que pensase sería una completa…
–Trae. –retiré la copa del posavasos y me la bebí de un trago, sin pensar.
…una completa estupidez, efectivamente.
Debí poner una cara horrible, y también graciosa, porque él se echó a reír. La verdad es que me sentó como una maldita patada en el estómago; la bebida, digo. Sentí que la boca, la garganta y después todo mi cuerpo ardía. Para colmo, esa bebida del demonio me había dejado un sabor de boca repulsivo.
–No te rías… –pude decirle, aún asqueada–. Qué asco, odio cómo…
Nuestras miradas se cruzaron. Él ya no reía, y yo me volví a poner seria de pronto. Tenía los ojos llorosos. El alcohol empezaba a hacer su efecto.
Francamente, no sé decir quién se acercó a quién. Pude haber sido yo; aquella noche me estaba luciendo. Aunque… prefiero pensar que fue él.
Cuando me besó, perdí por completo el sentido del tiempo. El sabor de su beso me hizo olvidar el repugnante sabor del coñac (y eso que él también había bebido) y nuestra notable diferencia de edad. Mierda. No, mierda, ese factor seguía estando muy presente. No podía… No…
Le aparté de mí, tal vez con más brusquedad de la que pretendía. Él ni siquiera se inmutó. Tomó su copa de nuevo, notó la ausencia de los cubitos de hielo, ya derretidos, y se levantó para ir a buscar más a la cocina.
Yo permanecí en el suelo, inmóvil. La cabeza me daba vueltas y mi boca pedía a gritos más besos.
Traté de levantarme, apoyándome en el sillón que tenía al lado, pero en cuanto despegué mi trasero del suelo, me mareé de verdad. Perdí incluso el equilibrio. Menos mal que él no me había visto.
Volvió a los pocos minutos, con hielos flotando entre el coñac en el interior de su copa. Parecía tranquilo. Imbécil. ¿De qué iba? Me logré poner en pie al fin y le miré con curiosidad.
–Bueno, ¿qué hacemos? –lanzó la pregunta al aire.
Me llevé una mano a la cabeza y suspiré por el mareo que seguía torturándome y por la indiferencia de él. Me estaba sacando de quicio, allí, apoyado sobre el marco de la puerta, alzando su copa. Se estaba mofando de mí. Siempre había sido un cabrón. Volvió a dedicarme una media sonrisa.
¿Qué estoy haciendo? No debería estar aquí.
Me voy, joder.
Mi chaqueta. ¿Dónde he dejado mi jodida chaqueta?
¿¡Por qué coño sigue bebiendo y sonriendo como si nada?!
Me dirijo hacia la entrada, para recuperar mis tacones y largarme echando leches, pero, al pasar junto a él, me detiene.
–¿Te vas? –no respondo, no obstante, él continúa hablando–. No voy a dejar que te vayas así; estás mareada. Anda, siéntate y hablemos… O mira, si lo prefieres, puedes irte a dormir. A mí no me importa.
Yo no suelo quedarme callada, me gusta hablar. Pero… es que… las palabras no me salen ahora…
–¿Dormir?
–Sí. Te dejo mi cama, yo me quedaré aquí.
–Dormir…
No estaba pensando yo en otra cosa. ¿Dormir? ¡JA!
Fingiré que no sé quién se lanzó esta vez. Nos besamos hasta acabar en el suelo.