miércoles, 30 de enero de 2013

Impulsos nocturnos

   Fruto de la casualidad… eso había sido nuestro encuentro. Un encuentro que se había prolongado más tiempo del que seguramente ambos teníamos previsto. Cenar, tomar una copa y después… ir a su casa. 
   –No puedes conducir con el copazo que te acabas de tomar. Si te pillan la multa te va a salir por un pico… –me dijo, muy serio–. Mi casa no queda demasiado lejos. Puedes conducir hasta allí y aparcar; hay un descampado, así que por el aparcamiento ni te preocupes. 
   –¿Y esperar allí? –le pregunté. Inmediatamente me sentí realmente tonta. Acababa de insinuarle que podríamos ir…
   –Claro, mujer. En mi casa.

   Acepté. ¿Cómo no iba a hacerlo? Creo que aunque hubiese querido, el <<no>> no habría salido de mi boca, estoy segura. 
   Subimos en ascensor hasta su apartamento. Se me antojó el lugar más estrecho del mundo… Él y yo en un ascensor, a solas, los dos… Sacudí la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de mi mente. Él me miró un poco extrañado por mi comportamiento. ¡Joder! Emma, tienes una edad, deja de comportarte como si aún tuvieses quince años. 
   El apartamento me pareció muy acogedor. Era todo muy… él. Los DVD’s y los cientos de libros acaparando todas las estanterías del salón, una gran televisión de plasma con equipo de home cinema incluído… Muebles oscuros, un mini bar. Demasiado él. Ni siquiera había fotos. 
   –Puedes quitarte los zapatos, si quieres. –fue una sugerencia que, por cierto, acepté. Los tacones nunca habían sido lo mío.
   Lo extraño fue que al quitármelos, tras dejarlos colocados en el hall de su casa, me sentí muy… no sabría decirlo. Ya no estaba alta, erguida, haciendo ver que mis piernas podían ser bonitas; no. Me sentía casi vulnerable. Rápidamente, tomé asiento en el suelo de su salón, enmoquetado de un color beige. 
   –¿Prefieres estar en el suelo?
   Asentí, mientras trataba de encontrar una postura cómoda y a la vez… elegante, por decirlo de algún modo. 
   –Oye, ¿te apetece otra copa? 
   –¿No se supone que vengo para que el alcohol..?
   –Ya, para eso faltan unas horas. Por una no pasa nada… 
   –¿Qué tienes? 
   –Mmm… –oí tintinear las botellas al chocar–. Por desgracia sólo tengo coñac, lo siento.
   Cogió su copa y la botella y se sentó a mi lado. Le vi servirse la oscura bebida y darle un generoso trago.
   –¿Puedo probarlo? –pregunté.
   Ya lo había probado hacía unos años, y sé que el sabor me había parecido asqueroso… pero quién sabe, tal vez, con el paso del tiempo, podría llegar a gustarme.
   –¿Seguro? No te va a gustar.
   –Bueno, tú déjame a ver.
   Me llevé su copa a la boca y olí la bebida. Olía mal, muy fuerte… Bueno, la coliflor también olía mal y me gustaba. Mojé los labios y saboreé un poco esa… asquerosa, repugnante y… mierda de bebida. ¿¡Cómo podía alguien beberse esa cosa?! 
   –Jajaja, –rió, recuperando su copa y volviendo a beber–. Es una bebida de hombres, Emma, a las mujeres normalmente no les gusta. 
   Volvió a beber, alzando su mirada por encima de la copa. ¿Se jactaba por beber eso? ¿Acaso le hacía más hombre? 
   –¿Cómo puedes beberte eso así, como si fuese agua? 
   –Estamos hechos para que nos guste, supongo. 
   –Oh, por favor… –me repateaba su supuesta muestra de hombría, o lo que fuera eso que pretendía.
   –¿Qué? Todavía no he visto a ninguna mujer que lo aguante. –me respondió, al ver que ponía los ojos en blanco. 
   Siguió bebiendo hasta que apuró su copa. Se sirvió otra generosa cantidad y lo dejó sobre un posavasos que había colocado en el suelo. Me miró con una media sonrisa. Yo, en cambio, estaba un tanto seria… Mi cerebro estaba maquinando algo. Maldición. Era de noche, altas horas de la noche; cualquier cosa que pensase sería una completa…
   –Trae. –retiré la copa del posavasos y me la bebí de un trago, sin pensar.
   …una completa estupidez, efectivamente. 
   Debí poner una cara horrible, y también graciosa, porque él se echó a reír. La verdad es que me sentó como una maldita patada en el estómago; la bebida, digo. Sentí que la boca, la garganta y después todo mi cuerpo ardía. Para colmo, esa bebida del demonio me había dejado un sabor de boca repulsivo. 
   –No te rías… –pude decirle, aún asqueada–. Qué asco, odio cómo… 
   Nuestras miradas se cruzaron. Él ya no reía, y yo me volví a poner seria de pronto. Tenía los ojos llorosos. El alcohol empezaba a hacer su efecto.
  Francamente, no sé decir quién se acercó a quién. Pude haber sido yo; aquella noche me estaba luciendo. Aunque… prefiero pensar que fue él. 
   Cuando me besó, perdí por completo el sentido del tiempo. El sabor de su beso me hizo olvidar el repugnante sabor del coñac (y eso que él también había bebido) y nuestra notable diferencia de edad. Mierda. No, mierda, ese factor seguía estando muy presente. No podía… No…
   Le aparté de mí, tal vez con más brusquedad de la que pretendía. Él ni siquiera se inmutó. Tomó su copa de nuevo, notó la ausencia de los cubitos de hielo, ya derretidos, y se levantó para ir a buscar más a la cocina. 
   Yo permanecí en el suelo, inmóvil. La cabeza me daba vueltas y mi boca pedía a gritos más besos.
Traté de levantarme, apoyándome en el sillón que tenía al lado, pero en cuanto despegué mi trasero del suelo, me mareé de verdad. Perdí incluso el equilibrio. Menos mal que él no me había visto. 
   Volvió a los pocos minutos, con hielos flotando entre el coñac en el interior de su copa. Parecía tranquilo. Imbécil. ¿De qué iba? Me logré poner en pie al fin y le miré con curiosidad. 
   –Bueno, ¿qué hacemos? –lanzó la pregunta al aire. 
   Me llevé una mano a la cabeza y suspiré por el mareo que seguía torturándome y por la indiferencia de él. Me estaba sacando de quicio, allí, apoyado sobre el marco de la puerta, alzando su copa. Se estaba mofando de mí. Siempre había sido un cabrón. Volvió a dedicarme una media sonrisa. 
   ¿Qué estoy haciendo? No debería estar aquí. 
   Me voy, joder.
   Mi chaqueta. ¿Dónde he dejado mi jodida chaqueta?
   ¿¡Por qué coño sigue bebiendo y sonriendo como si nada?! 
   Me dirijo hacia la entrada, para recuperar mis tacones y largarme echando leches, pero, al pasar junto a él, me detiene.
   –¿Te vas? –no respondo, no obstante, él continúa hablando–. No voy a dejar que te vayas así; estás mareada. Anda, siéntate y hablemos… O mira, si lo prefieres, puedes irte a dormir. A mí no me importa. 
Yo no suelo quedarme callada, me gusta hablar. Pero… es que…  las palabras no me salen ahora… 
   –¿Dormir? 
   –Sí. Te dejo mi cama, yo me quedaré aquí. 
   –Dormir…
   No estaba pensando yo en otra cosa. ¿Dormir? ¡JA! 
   Fingiré que no sé quién se lanzó esta vez. Nos besamos hasta acabar en el suelo. 

martes, 29 de enero de 2013

Pensamientos oscuros

   Necesito un poco de comprensión... espero encontrarla aquí. 
   Hace algún tiempo leí en una novela que la protagonista se imaginaba a sí misma sacando una escopeta de su bolso, y después disparaba con ella en la cabeza a otra persona, como si nada. Luego volvía a su rutina... Estoy aquí para decir que yo también me he imaginado eso. 
   Lo de la escopeta se me ha pasado por la cabeza, pero yo soy más de las que empuñan una pala o un hacha. Si, de esas enormes, con un mango de madera, de las que salen en las películas cuando excavan una fosa -en el caso de la pala-, o las mismas que suele portar algún tipo rudo partiendo leña para más tarde alimentar el fuego. 
   Me imagino a mí misma, empuñando cualquiera de estas armas, y golpeando con fiereza a mis blancos de desesperación. 
   Sonará muy macabro, pero incluso llego a ver en mis fantasías cómo sería rebanar sus cabezas, y tras llevar a cabo esta tarea, contemplar cómo un surtidor de sangre rezuma de sus cuellos. Al mili segundo esos individuos vuelven a tener la cabeza sobre los hombros.  
   En realidad yo soy una persona muy pacífica y para nada violenta. Pero admitámoslo... todos tenemos nuestros límites, y todos hemos deseado pagar nuestra frustración con alguien, especialmente si ese 'alguien' es el culpable de nuestra desesperación. 

  Os quiero. 

lunes, 28 de enero de 2013

Ojos que me acechan

   Temo despertar a Geoffrey con el rasgar de la pluma sobre el pergamino, sin embargo, no puedo evitar escribir, pues para mí es casi como una terapia. 
   Algo perturbador me ha ocurrido hoy. Creo que nunca me había sucedido nada semejante. 
   Cuando bajé de la avioneta, muchos hombres vinieron a recibirnos con entusiasmo y cordialidad, lo cual agradecí, porque temía sentirme fuera de lugar en un sitio como aquel, en el que me encontraría rodeada del género masculino.  Por algún extraño motivo, al poner los pies en tierra, sentí como si alguien me observase; es posible que así fuera, pero no pude cerciorarme de ello, pues mi marido captaba en aquel momento toda mi atención... o casi toda. 
   Minutos más tarde, ya bajo la sombra que nos regalaba una enorme carpa, me preocupé por saciar mi sed, hasta que un hombre decidió presentarme a una de las personalidades más importantes de la expedición: el Conde László Almásy. Parecía un hombre reservado, tímido, y también muy inteligente. Yo expresé lo maravillada que me sentía de estar en aquel lugar. Extrañamente, atisbé en él cierto grado de nerviosismo e incomodidad. Y lo que resultó más chocante: yo misma me sentí igual cuando Geoffrey se acercó para besarme. 

   Cuando sobrevolábamos el cielo, con un inminente atardecer, volví a sentirme turbada. Mientras mi esposo tomaba fotografías bajo las indicaciones del Conde Almásy, yo me limitaba a admirar el paisaje egipcio. Pero sabía que algo no andaba del todo bien. Lo que me traía de cabeza es que no sabía de qué se trataba. 
   Geoffrey hizo un loop con nuestra avioneta, mientras que la de los otros dos se alejaba. Yo no tenía miedo de que mi marido hiciese esas piruetas, lo cual era digno de admiración, pues normalmente, las mujeres ante esas situaciones se escandalizaban y gritaban. 

   Por la noche aquello se convirtió en un lugar festivo; se formaron círculos distintos frente a diferentes hogueras. Nuestro grupo se dedicó a hacer girar una botella de vidrio, señalando así a los miembros del grupo que se le antojaba a ésta. Algunos cantaron, otros, como Geoffrey, bailaron... Y cuando llegó mi turno, opté por  contarles el episodio de Candaules, de Herodoto. Todos aquellos hombres me observaban y escuchaban, atentos... Pero una vez más, la misma sensación volvió a asaltarme. No obstante, aquella vez sí pude encontrar al causante de mis, digamos, delirios. Mi relato proseguía, y mientras, mis ojos pasaban por encima de los de cada hombre, uno por uno... hasta que me topé con los suyos. Fue un contacto visual de apenas dos segundos, pero resultaron ser suficientes para saber que era él, Almásy, quien me miraba de aquel modo tan incitador. Dios me perdone, pero no creo que sea mi imaginación la que me hace escribir estas cosas. 
   Él bajó la mirada, cohibido, y yo, sin embargo, apenas parpadeé. László Almásy volvió a alzar sus ojos verdes, para enfrentarlos a los míos, que buscaron otros pares de ojos a su vez. 
   Cuando acabé el relato con un sencillo "fin", regresé a mi sitio junto al fuego, nerviosa. Era consciente de que él ya no me prestaba atención. Y sin embargo... su manera de contemplarme, con aquella fascinación, seguía grabada a fuego en mi mente. 

   Geoffrey duerme plácidamente. Lo correcto es que regrese a su lado, queme esto y me olvide de los sucesos acontecidos hoy. Y lo haría de inmediato si, al cerrar los ojos, o tan solo con parpadear, no se me apareciese la imagen de unos ojos verdes... más reveladores de lo que su persona cree. 

Katharine




domingo, 27 de enero de 2013

Conjuro para viajar

Después de varios intentos de blog... abro uno más. Curiosamente, esta vez el título me ha costado un poco menos (y es que los títulos se me dan fatal desde siempre, salvo cuando se trata de ponérselo a un capítulo de alguna historia). ¿Por qué La isla de Naboombu? Sencillamente porque sería mi lugar idílico para pasar una temporada. Una temporada dedicada a pensar o a vivir como una loca más, entre los locos del lugar... ¿Es que nunca habíais oído hablar de esta isla? Se puede llegar en un medio, digamos, poco convencional: una cama. Sí, sí, no pongáis esas caras. Pero no una cama cualquiera, sino una cama que posea un boliche que pueda desenroscarse, para poder emplear así nuestro conjuro para viajar. ¡No estoy loca, en serio! (bueno, un poco sí). Unos toquecitos a nuestro boliche mientras pronunciamos el lugar al que deseamos viajar... ¡y listo! ¡Agárrense fuerte a las sábanas y a los barrotes de sus camas, porque este será un viaje movidito! 

Antes o después de ir a Naboombu, podemos pasar por un sinfín de sitios... ¿Qué tal París? ¿Londres? ¿La isla de Perdidos

¿Sabéis? En Naboombu los animales hablan, el fútbol es un deporte mucho más divertido desde que se juega con las normas de allí, ¡y se puede respirar bajo el mar, donde se celebran multitud de fiestas! 
Eso sí... cuidaros de molestar al rey Leonidas, tiene muy mal genio; le encanta gritar y dar órdenes. 

Personalmente, creo que voy a pasar una temporadita en el fondo misterioso del mar... feliz.



La isla de Naboombu procede de la película La bruja novata (Robert Stevenson, 1971).