lunes, 28 de enero de 2013

Ojos que me acechan

   Temo despertar a Geoffrey con el rasgar de la pluma sobre el pergamino, sin embargo, no puedo evitar escribir, pues para mí es casi como una terapia. 
   Algo perturbador me ha ocurrido hoy. Creo que nunca me había sucedido nada semejante. 
   Cuando bajé de la avioneta, muchos hombres vinieron a recibirnos con entusiasmo y cordialidad, lo cual agradecí, porque temía sentirme fuera de lugar en un sitio como aquel, en el que me encontraría rodeada del género masculino.  Por algún extraño motivo, al poner los pies en tierra, sentí como si alguien me observase; es posible que así fuera, pero no pude cerciorarme de ello, pues mi marido captaba en aquel momento toda mi atención... o casi toda. 
   Minutos más tarde, ya bajo la sombra que nos regalaba una enorme carpa, me preocupé por saciar mi sed, hasta que un hombre decidió presentarme a una de las personalidades más importantes de la expedición: el Conde László Almásy. Parecía un hombre reservado, tímido, y también muy inteligente. Yo expresé lo maravillada que me sentía de estar en aquel lugar. Extrañamente, atisbé en él cierto grado de nerviosismo e incomodidad. Y lo que resultó más chocante: yo misma me sentí igual cuando Geoffrey se acercó para besarme. 

   Cuando sobrevolábamos el cielo, con un inminente atardecer, volví a sentirme turbada. Mientras mi esposo tomaba fotografías bajo las indicaciones del Conde Almásy, yo me limitaba a admirar el paisaje egipcio. Pero sabía que algo no andaba del todo bien. Lo que me traía de cabeza es que no sabía de qué se trataba. 
   Geoffrey hizo un loop con nuestra avioneta, mientras que la de los otros dos se alejaba. Yo no tenía miedo de que mi marido hiciese esas piruetas, lo cual era digno de admiración, pues normalmente, las mujeres ante esas situaciones se escandalizaban y gritaban. 

   Por la noche aquello se convirtió en un lugar festivo; se formaron círculos distintos frente a diferentes hogueras. Nuestro grupo se dedicó a hacer girar una botella de vidrio, señalando así a los miembros del grupo que se le antojaba a ésta. Algunos cantaron, otros, como Geoffrey, bailaron... Y cuando llegó mi turno, opté por  contarles el episodio de Candaules, de Herodoto. Todos aquellos hombres me observaban y escuchaban, atentos... Pero una vez más, la misma sensación volvió a asaltarme. No obstante, aquella vez sí pude encontrar al causante de mis, digamos, delirios. Mi relato proseguía, y mientras, mis ojos pasaban por encima de los de cada hombre, uno por uno... hasta que me topé con los suyos. Fue un contacto visual de apenas dos segundos, pero resultaron ser suficientes para saber que era él, Almásy, quien me miraba de aquel modo tan incitador. Dios me perdone, pero no creo que sea mi imaginación la que me hace escribir estas cosas. 
   Él bajó la mirada, cohibido, y yo, sin embargo, apenas parpadeé. László Almásy volvió a alzar sus ojos verdes, para enfrentarlos a los míos, que buscaron otros pares de ojos a su vez. 
   Cuando acabé el relato con un sencillo "fin", regresé a mi sitio junto al fuego, nerviosa. Era consciente de que él ya no me prestaba atención. Y sin embargo... su manera de contemplarme, con aquella fascinación, seguía grabada a fuego en mi mente. 

   Geoffrey duerme plácidamente. Lo correcto es que regrese a su lado, queme esto y me olvide de los sucesos acontecidos hoy. Y lo haría de inmediato si, al cerrar los ojos, o tan solo con parpadear, no se me apareciese la imagen de unos ojos verdes... más reveladores de lo que su persona cree. 

Katharine




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