ODIO PERDER EL TIEMPO. Lo he odiado siempre, y cada vez más.
Me encantan esos días en los que madrugas y, a pesar de que te mueres de sueño, te levantas y te repites una y otra vez que tienes motivos para sentirte feliz al hacerlo. Y es cierto. Y según avanza el tiempo te das cuenta de que levantarte un par de horas antes de lo habitual ha merecido la pena. Si además lo disfrutas junto a personas a las que quieres... termina convirtiéndose en un día épico, de estos que después rodeas con un círculo en tu calendario.
De lo poco que llevamos de año me quedo con el 31 de Enero y el 7 de Febrero. Marzo por su parte, está tan cargado de buenos planes que tengo miedo de tener altas las expectativas. Porque, ¿y si pasa como hoy? ¿Y si vuelvo a sentir que no he hecho nada? ¿Y qué pasaría si después de hoy no hubiese mañana? Odio pensar así, pero esta tarde, durante unos segundos, prometo que se me pasó esa idea por la cabeza. De hecho, me pregunté cuál sería mi último pensamiento antes de desaparecer; buceé en mi mente y me cuestioné si realmente quería que fuese aquel, si a “aquello” que se reprodujo en mi mente debo darle tanta importancia como para protagonizar el último momento de mi vida. Y esto último lo digo porque nunca estoy segura de nada, y mucho menos de que ciertas “cosas” sean eternas. Y ojalá lo fuesen... ojalá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario