Está lloviendo. Casi siempre que llueve y me encuentro en mi habitación, empiezo a recordar... no sé hasta qué punto puede ser bueno. Vuelvo al pasado una y otra vez y revivo momentos que probablemente nunca olvide. O a lo mejor es algo que solo pienso ahora. No lo sé.
Tenía once años cuando estalló una tormenta. En aquel instante estábamos en el patio del colegio y las profesoras insistieron en que regresásemos dentro del edificio; los pequeños irían a la biblioteca y los más mayores al laboratorio. Pero yo no podía marcharme sin más, pues tenía que recoger los balones con los que los niños habían estado jugando. Tampoco podía irse mi compañero, ya que tenía la misma responsabilidad que yo.
Nos separamos y devolvimos las pelotas a su red. Una profesora nos esperaba, impaciente. El viento azotaba todo sin piedad, y la lluvia cada vez caía con más fuerza.
De pronto, él me dijo que nos faltaba uno por recoger, de modo que me instó a que ambos subiésemos a la pista de baloncesto. Accedimos a las escaleras, y entonces lo vimos a lo lejos. Yo corrí tras él. Por entonces ya tenía la cara y el pelo completamente húmedos a causa de la lluvia.
Recuperó el balón y, en medio de la pista, se me quedó mirando. Yo hice lo mismo; el corazón se me paró por un segundo.
Podría haberle dicho lo que sentía en aquel momento. Lo cierto es que era idóneo... Pero no lo hice. Ninguno dijo nada.
La voz de la profesora que había permanecido bajo la lluvia, nos sacó de nuestro ensimismamiento, e inmediatamente regresamos junto a ella. Nos puso mala cara y nos entró en el edificio casi a empellones.
Pero a él y a mí solo nos importaba una cosa: «nosotros».
Pero a él y a mí solo nos importaba una cosa: «nosotros».
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