miércoles, 20 de febrero de 2013

Silencio

   Victoria anduvo hasta encontrarse en medio del campo. El cálido y suave viento de verano mecía la hierba y las hojas de los árboles a lo lejos. El sol se precipitaba sobre el crepúsculo, y las cigarras y los grillos cantaban al unísono. Decidió sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y quedarse contemplando el cielo, que cubría todo como si de una manta multicolor se tratase. El rosa, rojo, amarillo, naranja, el azul y el morado protagonizaban este momento. 
   De pronto, el crujir de la tierra hizo que Victoria pegase un respingo. Se volvió, aún sentada, y distinguió a Erika saliendo de entre los árboles. Incluso de lejos pudo apreciar su sonrisa. 
   Cuando ésta estuvo lo bastante cerca, ni siquiera se molestó en saludar. No pronunció ni una sola palabra, ni ella tampoco. Simplemente tomó asiento a su lado, y alzó su vista al horizonte. 
   Ambas contemplaron el ocaso. Erika miró a su amiga por el rabillo del ojo, quedando fascinada al ver el perfil de Victoria iluminado por los últimos rayos de sol. Sonrió de nuevo, y cuando el sol se hubo ocultado, elevó la vista al cielo, ausente de nubes uniformes; ahora tan solo eran manchurrones morados y azulados que salpicaban el firmamento. 
   Victoria cerró los ojos y se concentró en el canto de las cigarras. Pronto, los grillos reemplazaron a éstas. La brisa se tornó un poco más fresca, y tras sus párpados, Victoria ya no pudo captar la luz. Cuando volvió a abrirlos se encontró con la penumbra de la noche. 
   Erika se encogió un poco sobre sí misma. Al poco, su amiga advirtió que su piel se había destemplado, por lo que se acercó más a ella y le tocó el brazo. 
   Cuando cruzaron las miradas, una provocó una sonrisa en la otra. 
   Y así, en silencio, juraron no separarse jamás. 


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