miércoles, 27 de marzo de 2013

Amistad

   Daniel se quedó mirando a su amiga un tanto sorprendido. A lo mejor ella estaba en 'uno de esos días' y por eso estaba de tan mal humor. Sin embargo, cuanto más la escuchaba, más convencido estaba de que Amelia tenía razón.
   -¿Te parece que soy egoísta, Dani? -preguntó Amelia.
   Él la miró directamente a los ojos; tenía el ceño fruncido, no por él, sino por lo que acababa de contarle.
   -Simplemente estás dolida, eso es todo.
   -No debería esperar recibir nada a cambio... aunque lo único que quiero es que pase más tiempo con nosotros. Pero supongo que no somos tan importantes como él, ¿verdad?
   Daniel volvió a mirar a su amiga, pero ésta había centrado sus ojos en algún punto del cielo. A veces, cuando la veía así, de perfil y tan seria, mirando al infinito, pensaba que se estaba haciendo la interesante. Sabía que le gustaba dramatizar, pero en esa ocasión precisamente... ella llevaba razón.
   -La verdad, -empezó Dani- a mí también me gustaría que nos prestase un poco más de atención. Pero... plantéatelo así: cuando nosotros tengamos pareja seremos iguales.
   Amelia le miró un tanto ofendida.
   -¿De verdad crees que actuaré como ella en algún momento?
   -Es posible. -dijo él muy seguro, pero temeroso de la reacción de su amiga.
   -Yo jamás te llamaría desesperada, después de tanto tiempo sin hablar, y te diría que mi pareja me ha dejado para luego, en cuanto arregle las cosas con ella, volver a tirarme semanas sin hablarte.
   -Eso no lo sab...
   -Lo sé. -dijo, alzando la voz-. Los amigos van primero. Ellos estarán siempre, ¿entiendes?
   Dani se levantó, le tendió una mano a Amelia para ayudarla a levantarse, y le dedicó una media sonrisa:
   -Sí.
   Empezaron a caminar calle abajo, uno junto al otro.
   -¿Me harás un favor? -Amelia le tiró levemente de la manga de la sudadera y le miró a pesar de que él no lo hacía-. Si me pasa como a ella, dímelo. Si pierdo el control y no puedo repartir bien mi tiempo entre quién sea y vosotros... házmelo saber y ayúdame. ¿Lo harás?
   Como respuesta, Daniel la atrajo hacia sí pasando el brazo por encima de sus hombros.

   Nunca dejaron de ser amigos.
 


jueves, 7 de marzo de 2013

Lo más importante

   No paraba de hablarme. Y seguía y seguía y no callaba. No es que no quisiera escuchar lo que decía, pero... mientras, la notaba a Ella a mi lado, callada, e intuía qué pensaba. ¿Se sentiría mal? ¿Se sentiría desplazada o algo así? La miré de reojo y noté cómo agachaba la cabeza. Hacía ver que estaba pensando. Bueno, tal vez fuese realmente así. 
   De pronto, el parloteo cesó. Ni siquiera sabía qué me había estado diciendo. Se fue y, por fin, pude centrarme en Ella. 
   Puse una mano sobre su hombro y me devolvió la mirada. Sonrió; a lo mejor no estaba molesta. 
   La misma voz de antes hizo que me volviese ligeramente, y entonces noté de nuevo una expresión diferente en su rostro. Me quedé mirándola mientras la voz trataba de captar mi atención de nuevo, pero no podía; nadie podía competir contra Ella. 
   Hice un gesto con la mano para acallar a aquello que hacía que me zumbasen los oídos, y entonces, le dije a Ella: 
   -¿Salimos a dar una vuelta? 





miércoles, 6 de marzo de 2013

Tiempo


   ODIO PERDER EL TIEMPO. Lo he odiado siempre, y cada vez más. 
   Me encantan esos días en los que madrugas y, a pesar de que te mueres de sueño, te levantas y te repites una y otra vez que tienes motivos para sentirte feliz al hacerlo. Y es cierto. Y según avanza el tiempo te das cuenta de que levantarte un par de horas antes de lo habitual ha merecido la pena. Si además lo disfrutas junto a personas a las que quieres... termina convirtiéndose en un día épico, de estos que después rodeas con un círculo en tu calendario. 
   De lo poco que llevamos de año me quedo con el 31 de Enero y el 7 de Febrero. Marzo por su parte, está tan cargado de buenos planes que tengo miedo de tener altas las expectativas. Porque, ¿y si pasa como hoy? ¿Y si vuelvo a sentir que no he hecho nada? ¿Y qué pasaría si después de hoy no hubiese mañana? Odio pensar así, pero esta tarde, durante unos segundos, prometo que se me pasó esa idea por la cabeza. De hecho, me pregunté cuál sería mi último pensamiento antes de desaparecer; buceé en mi mente y me cuestioné si realmente quería que fuese aquel, si a “aquello” que se reprodujo en mi mente debo darle tanta importancia como para protagonizar el último momento de mi vida. Y esto último lo digo porque nunca estoy segura de nada, y mucho menos de que ciertas “cosas” sean eternas. Y ojalá lo fuesen... ojalá.



sábado, 2 de marzo de 2013

Buscando soluciones

   Una sombra invisible la rodeaba; un halo de oscuridad y de tristeza la envolvía, la ataba, y no la dejaba escapar. ¿Cómo podía ayudarla? ¿Qué podía hacer para cortar esos lazos que la mantenían atrapada? Sintió impotencia y desesperación. Su mente se retorcía buscando una respuesta que no parecía dispuesta a aparecer. Se preguntó si la solución estaría en pensar qué es lo que a ella misma le había ayudado en otras ocasiones. Y, sintiéndose en un principio inútil y tonta, se acercó, y con los brazos se hizo paso entre aquella oscuridad, envolviéndola e intentando proteger a su amiga con aquel abrazo. 
   Ahora solo quedaba esperar el resultado. 

jueves, 28 de febrero de 2013

El reflejo

   Emily se fue de allí echando humo; ya no había marcha atrás. Se sentía terriblemente furiosa e incomprendida. Pensó que todo le daba exactamente igual dadas las circunstancias, que era demasiado tarde como para solucionarlo. Seguramente tuviese razón.
   Estaba cansada de su hermana, siempre repitiendo constantemente una y otra vez las cosas, dando órdenes y considerando las cosas según su punto de vista, sin tener en cuenta el suyo. Y a su hermano, el que había sido su apoyo y su constante, ni siquiera estaba disponible para ella. El amor le mantenía demasiado ocupado. 
   "El dichoso amor" -pensó Emily, avanzando por el bosque a grandes zancadas. 
   El amor solo le había traído problemas. Problemas que habían ido amontonándose hasta formar una torre tan, tan inestable... que finalmente se venció. La caída de ésta solo logró que todo se torciese aún más, si cabía. 
   Incluso sus "amigas" le habían dado la espalda. Así que, ¿qué clase de amigas eran? 
   "¿Y qué clase de amiga soy yo?" -se preguntó, deteniéndose por primera vez. Había llegado al fin a su lugar favorito, el sitio en el que toda persona que la conociese lo suficiente sabía que la encontraría; la playa. Desde que tenía uso de razón recordaba haber huido (a pesar de que lo tenía prohibido) hacia allí, para sentarse sobre la fina y cómoda arena, mirar el mar y oírlo, y dejarse llevar por la imaginación o simplemente reflexionar. 
   Se aproximó a la orilla, se remangó los pantalones y se adentró poco a poco en el agua. Observó el vaivén de las olas y siguió preguntándose una y otra vez lo mismo. Su hermana siempre se quejaba de la excesiva bondad que poseía el corazón Emily. Y de lo confiada que era. ¿Cómo podía serlo, si había vivido los primeros años de su vida huyendo de alguien que desconocía y sintiéndose segura únicamente en compañía de sus dos hermanos? No tenía ni idea, pero lo era. Y empezaba a odiar esa parte de ella. Todos se habían marchado, incluso su propio hermano. Había depositado su confianza en ellos... ¿y para qué? Para terminar, de una forma u otra, sintiéndose terriblemente sola. 
   En aquel momento, Emily retrocedió en su mente a pocos años atrás, cuando su única compañía era su propio reflejo en el agua... justo como en aquel preciso instante. Fue entonces cuando se sumergió, aún vestida, y deseó no volver a salir nunca más a la superficie. 

miércoles, 20 de febrero de 2013

Silencio

   Victoria anduvo hasta encontrarse en medio del campo. El cálido y suave viento de verano mecía la hierba y las hojas de los árboles a lo lejos. El sol se precipitaba sobre el crepúsculo, y las cigarras y los grillos cantaban al unísono. Decidió sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y quedarse contemplando el cielo, que cubría todo como si de una manta multicolor se tratase. El rosa, rojo, amarillo, naranja, el azul y el morado protagonizaban este momento. 
   De pronto, el crujir de la tierra hizo que Victoria pegase un respingo. Se volvió, aún sentada, y distinguió a Erika saliendo de entre los árboles. Incluso de lejos pudo apreciar su sonrisa. 
   Cuando ésta estuvo lo bastante cerca, ni siquiera se molestó en saludar. No pronunció ni una sola palabra, ni ella tampoco. Simplemente tomó asiento a su lado, y alzó su vista al horizonte. 
   Ambas contemplaron el ocaso. Erika miró a su amiga por el rabillo del ojo, quedando fascinada al ver el perfil de Victoria iluminado por los últimos rayos de sol. Sonrió de nuevo, y cuando el sol se hubo ocultado, elevó la vista al cielo, ausente de nubes uniformes; ahora tan solo eran manchurrones morados y azulados que salpicaban el firmamento. 
   Victoria cerró los ojos y se concentró en el canto de las cigarras. Pronto, los grillos reemplazaron a éstas. La brisa se tornó un poco más fresca, y tras sus párpados, Victoria ya no pudo captar la luz. Cuando volvió a abrirlos se encontró con la penumbra de la noche. 
   Erika se encogió un poco sobre sí misma. Al poco, su amiga advirtió que su piel se había destemplado, por lo que se acercó más a ella y le tocó el brazo. 
   Cuando cruzaron las miradas, una provocó una sonrisa en la otra. 
   Y así, en silencio, juraron no separarse jamás. 


miércoles, 13 de febrero de 2013

Despertar

   Una suave brisa meció las cortinas de la habitación. Se oía muy débilmente el sonido del mar y el cantar de los pájaros. 
   –¿Estás mejor? 
   Lo primero que logró ver fue el rostro de una mujer mayor, de unos cincuenta y tantos años probablemente. 
   –Sí... -dijo el chico, incorporándose. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en una cama... en una de las camas de la enfermería. 
   –Tienes que cuidarte más. -al fin, el chico pudo reconocer a la persona que se dirigía a él; se trataba de la Doctora Kadowaki-. Pero ya tienes mejor aspecto. Mm... Pupilas normales... A ver, ¿cómo te llamas?
   –Squall... Leonhart. -logró decir, confuso. 
   La Dra. Kadowaki asintió, cruzándose de brazos, y después adoptó una actitud más seria.
   –La próxima vez no os lo toméis tan en serio. -le reprendió-. Podríais haceros mucho más daño. 
   –Eso dígaselo a Seifer. -le espetó Squall, llevándose la mano a su frente; descubrió entonces que estaba vendada. 
   –Ese Seifer... es incorregible. -se quedó por un momento pensativa-. ¡No le hagas caso! 
   –No puedo andar siempre huyendo de él. -probablemente aquella era la conversación más larga que mantenía en... ¿años? 
   –Quieres ser un tipo duro, ¿eh? Está bien, pero no exageres.
   Mucha gente iba a ver a la Dra. Kadowaki por su simpatía y su habilidad para aconsejar a los más desamparados. Pero Squall no necesitaba nada de eso. Él no necesitaba a nadie.
   –Bueno. Tu instructora era... -permaneció pensativa durante unos segundos, tal vez esperando que Squall la ayudase-. Ah, sí. Quistis Trepe, ¿verdad? Espera un momento, ahora la aviso. 
   La doctora se marchó e inmediatamente tomó el teléfono para avisar a la instructora Trepe. 
   Squall, a su vez, dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. Ni siquiera tenía ganas de discutirle a aquella mujer que no necesitaba a su instructora. ¿Para qué se suponía que la necesitaba? 
   –¿Quistis? ¿Puedes venir a recoger a uno de tus alumnos? -hizo una breve pausa-. Sí, sí... La herida no es grave, pero le quedará una buena cicatriz... Exacto, ven en cuanto puedas. 
   Squall descansó durante un rato más en la enfermería. Estaba completamente amodorrado, sumido en sus pensamientos, cuando de pronto, una voz le hizo volverse. A su derecha, junto a una enorme ventana que dejaba ver la consulta, se encontraba una chica, seguramente poco mayor que él. Tenía el pelo corto, e iba ataviada con una camiseta azul de tirantes, una falda larga de color claro, y un fular verde muy llamativo. Su rostro le era extrañamente familiar... 
   –Squall, volvemos a vernos... 
   Y tan pronto como apareció allí, volvió a marcharse. 
   Casi de inmediato, se oyó el sonido de las puertas automáticas al abrirse, y seguido, el sonido de unos tacones. 
   Squall se incorporó ligeramente para asegurarse de quién había entrado en la enfermería. Tal vez la chica misteriosa había vuelto... Sin embargo, sus suposiciones se vinieron abajo cuando Quistis Trepe, su instructora, apareció frente a su habitación. 


   Si bien a Squall le era indiferente su instructora, no lo era para el resto de sus compañeros. Quistis había logrado alcanzar el rango de SeeD con tan solo quince años, y había llegado a ser instructora con diecisiete, algo realmente inusual. Era seria, muy respetuosa con las normas, pero a veces también simpática y abierta con la gente. Además, también era realmente guapa... Por esto, su juventud (dieciocho años) y demás cualidades, muchos de sus alumnos estaban enamorados de ella. Incluso habían formado un club de fans. Las mujeres también la admiraban y la tenían como modelo a seguir. 
   La instructora entró, muy resuelta, y se inclinó sobre Squall, que, a pesar de haberla visto, se había decidido por ignorarla. 
    –¡Hay que ver..! Estaba segura de que se trataba de ti o de Seifer. -su alumno se incorporó y se hizo un poco el remolón; aún le dolía la cabeza-. ¡Vamos ya! Hoy tienes el examen práctico. 


domingo, 10 de febrero de 2013

Miradas bajo la lluvia

   Está lloviendo. Casi siempre que llueve y me encuentro en mi habitación, empiezo a recordar... no sé hasta qué punto puede ser bueno. Vuelvo al pasado una y otra vez y revivo momentos que probablemente nunca olvide. O a lo mejor es algo que solo pienso ahora. No lo sé.

   Tenía once años cuando estalló una tormenta. En aquel instante estábamos en el patio del colegio y las profesoras insistieron en que regresásemos dentro del edificio; los pequeños irían a la biblioteca y los más mayores al laboratorio. Pero yo no podía marcharme sin más, pues tenía que recoger los balones con los que los niños habían estado jugando. Tampoco podía irse mi compañero, ya que tenía la misma responsabilidad que yo. 
   Nos separamos y devolvimos las pelotas a su red. Una profesora nos esperaba, impaciente. El viento azotaba todo sin piedad, y la lluvia cada vez caía con más fuerza. 
   De pronto, él me dijo que nos faltaba uno por recoger, de modo que me instó a que ambos subiésemos a la pista de baloncesto. Accedimos a las escaleras, y entonces lo vimos a lo lejos. Yo corrí tras él. Por entonces ya tenía la cara y el pelo completamente húmedos a causa de la lluvia. 
   Recuperó el balón y, en medio de la pista, se me quedó mirando. Yo hice lo mismo; el corazón se me paró por un segundo. 
   Podría haberle dicho lo que sentía en aquel momento. Lo cierto es que era idóneo... Pero no lo hice. Ninguno dijo nada. 
   La voz de la profesora que había permanecido bajo la lluvia, nos sacó de nuestro ensimismamiento, e inmediatamente regresamos junto a ella. Nos puso mala cara y nos entró en el edificio casi a empellones. 

   Pero a él y a mí solo nos importaba una cosa: «nosotros».

miércoles, 6 de febrero de 2013

La cicatriz

Estaré aquí...

¿Por qué..?

Estaré esperando... aquí... 

¿Para qué?

Estaré esperándote... a ti... para...
Si vienes aquí... Me encontrarás. Lo prometo. 

   Un relámpago iluminó todo el cielo y la lluvia cayó sobre nosotros. Estábamos solos en aquel páramo, y el cielo oscuro se cernía sobre nosotros como el aguacero.
   Seifer alzó su sable-pistola y esbozó una sonrisa de triunfo a la par que me miraba desafiante. Tan solo hacía unos segundos que había mandado mi propio sable-pistola directo al cielo, haciendo que a su caída se clavase en el rocoso suelo.


    Extraje mi arma del empedrado terreno sin apenas esfuerzo, y arremetí contra él. 
   Seifer consiguió apartarse y asestarme otra estocada que yo frené. Hice una finta y nuestros sables-pistola volvieron a chocar estrepitosamente. Durante un segundo creí haberle desorientado, pero cuando me dispuse a atacarle, fue él quien logró esquivarme haciéndome perder un poco el equilibrio. Cuando me volví para mirarle, Seifer Almasy se había llevado su sable al hombro y había estirado su otro brazo para hacerme señas de que me acercase. Volvió a esbozar aquella sonrisa de triunfo, como si ya supiese que la victoria sería suya.



   Seguimos combatiendo con nuestras armas. Le asesté un golpe con energía y él luchó por mantener mi espada lejos de su rostro. Logró echarme atrás, por lo que reanudamos el combate. En una de éstas, yo tuve que agacharme para esquivar un poderoso mandoble. 
   Se acercaba el final de nuestro enfrentamiento.
   Corrí hacia él, armándome con toda la energía que me quedaba, empuñando mi sable-pistola y llevando el dedo al gatillo de la misma. Pero Seifer actuó más rápido. Extendió su mano y lanzó un ataque mágico hacia mí. La magia Piro, por suerte, no logró darme a mí, sino a mi espada, que frenó el ataque pero me lanzó al suelo. Rodeado de humo y cenizas, traté de levantarme. Cuando alcé la vista, me encontré con una imagen perturbadora: Seifer había alzado su arma y se disponía a asestarme un poderoso mandoble. Lo más turbador de aquella imagen, es que él sonreía con malicia. 
   Tardé un par de segundos en percatarme de que su ataque ya había cesado. Me había quedado en shock. Al poco, noté cómo me ardía la cara. Un dolor terrible se había apoderado de toda mi cabeza, y un ardor me recorría la frente, la nariz y parte de la mejilla. Noté un sabor metálico. Por mi labio caía sangre. 
   Llevado por la rabia, me armé de nuevo con mi sable-pistola, y efectué el mismo corte en el rostro de Seifer. Sin duda, él no se esperaba aquel contraataque.

Después, todo se volvió blanco. 


lunes, 4 de febrero de 2013

Jamás regateo

   Acabo de sentarme a comer en el restaurante de nuestro hotel en El Cairo. Como es lógico, solo gente de nuestra posición social puede permitirse comer en un lugar de esta categoría.
   He pedido un té y me he decidido por escribir mientras hago tiempo esperando a Geoffrey.
   Hoy me he encontrado al Conde en el mercado. Bueno... estaría engañándome a mí misma si de verdad afirmase eso. Lo cierto es que sé que ha estado siguiéndome. Yo acababa de comprar una pequeña alfombra de costuras rojas y color crema, cuando de pronto, él me sorprendió por la espalda.
   -¿Cuánto ha pagado por eso? 
   -Oh, hola. -ni siquiera me extrañé por encontrarle allí.
   Me miró largamente y después volvió a dirigirse a mí. 
   -No suelen verse extranjeras en este mercado. ¿Cuánto ha pagado?
   Continué mi camino, resuelta. Sabía que él iba a soltarme alguna de sus impertinencias, pero yo estaba preparada. 
   -Emmm… Unas ocho libras, creo. -le comuniqué mientras que a su vez estiraba la alfombrilla delante de sus narices. 
   -¿En qué tenderete?
  Sonreí, sabiendo que había acertado en mis predicciones
   -¿Por qué?
   Por una milésima de segundo me pareció que dudaba de su próxima respuesta, pero en cuanto abrió la boca, todas mis dudas se disiparon. Por alguna razón, yo no podía dejar de sonreír por su insistencia. Aquello empezaba a resultar hasta divertido. 
   -La han timado. Pero no se preocupe, lo devolveremos.
   En ese momento cruzamos las miradas. Me maldije, porque sabía que en mi rostro se había dibujado una expresión de fastidio y él la había advertido. Pese a ello no cejó en su insistencia. Yo no iba a ser menos que él. 
   -No quiero devolverlo. -lo dije desviando la mirada de sus intensos ojos verdes, que me perseguían por todo el mercado. Una sonrisa de satisfacción cubrió mi rostro.
   -Eso no vale las ocho libras que ha pagado, señora Clifton.
   -Para mí sí. -mi obstinación no le impidió proseguir con su objetivo: ¿molestarme, tal vez? 
   -¿Ha regateado?
   -Jamás regateo.
   -No hacerlo les ofende.
   Tengo que admitir que la situación era divertida. El Conde Almásy hacía que me sintiese como una niña, pero una niña tan fuerte y perseverante que podía vencer al "chico mayor". 
   Por primera vez, frené el paso y me volví hacia él sin borrar la sonrisa de mi cara. 
   -Eso no hace al caso, es usted quien se siente ofendido por mí.
   -Me complacería conseguir el precio correcto por eso. -señaló con la cabeza la alfombra que sujetaba bajo el brazo. A causa del sol entrecerraba los ojos, pero a pesar de ello seguía sintiendo cómo no apartaba su mirada de mi rostro. Casi me sentía avergonzada por la situación que se estaba dando entre nosotros, dos personas adultas. Corté el contacto visual y volví la cara hacia otro lado, esforzándome por no reírme-. Discúlpeme si parezco brusco. Se me han oxidado los modales sociales.
   Se mantuvo en silencio durante unos instantes. Volví el rostro hacia él y le miré; esta vez fui yo quien lo hizo con intensidad. El Conde advirtió aquel gesto en mí y finalmente se vio obligado durante un par de segundos a apartar la mirada y parpadear repetidas veces. Tras eso, volvió a la carga. No obstante, yo era demasiado inteligente como para dejar que me volviese a embaucar con sus sermones. 
   -¿Qué opina de El Cairo? ¿Ha visitado las pirámides?
   -Discúlpeme. -lo dije con gracia y encanto, acercándome fugazmente a él para dar media vuelta y dejarle allí pasmado. 
   -¿O la esfinge? -cuando volví la vista hacia atrás, comprobé que ésto último le había divertido. Sonreía. 

   Geoffrey está a punto de llegar. Tengo miedo de que cuando pase al salón me diga que él también ha descubierto al Conde espiándome desde lejos y observando el Hotel como si el mundo fuese a acabarse. 



Katharine

sábado, 2 de febrero de 2013

El final de la primera etapa

   Esta tarde, mientras hojeaba un álbum de fotos, me topé con algunas fotografías que no hicieron otra cosa sino evocar algunos gratos recuerdos.
   Las fotografías se tomaron hace ya lo que me parece una eternidad.
   Cuando me detuve en una de las fotos, en la que seis chicas (entre las que me encuentro yo) me devolvían la sonrisa, posando en un dormitorio, un flashback se reprodujo en mi cabeza y no pude evitar soltar una risita. Con esto me he visto medio obligada a relatar un episodio muy divertido que nos ocurrió en el viaje de fin de curso, el primero y último que hicimos el primaria. 
   Todo aconteció en el mes de mayo, al norte del país, en un albergue. 

   El primer recuerdo que tengo de ese viaje también tiene su gracia. Mikel, como de costumbre, llegaba tarde. Era mi compañero de autocar, mientras que Nora había decidido sentarse con Miriam. Solo faltaba él por llegar, y el conductor y los profesores empezaban a impacientarse. Ni siquiera yo, que tampoco solía ser muy puntual, me había retrasado tantísimo. A mis doce años no paraba quieta. "¿Y si no aparece? ¿Y si se queda sin venir?" -me preguntaba en voz alta, haciendo partícipe de mis preocupaciones a mis dos amigas, que se encontraban sentadas justo detrás de mí. De pronto, al final de la calle, divisamos a un par de chicos y un hombre que sujetaba una correa de la que tiraba un perro. Andaban sin demasiadas prisas, como si el tiempo les sobrase. Por supuesto, se trataba de Mikel, su hermano y su padre. Aliviada, recibí a mi mejor amigo entre divertida y cabreada. Cuando el autocar empezó a avanzar, agitamos las manos a través de las ventanillas para despedirnos de nuestros padres; íbamos a pasar cinco días fuera de casa.

   Ya ha pasado mucho tiempo, pero si mal no recuerdo, el viaje no se hizo demasiado pesado. Hicimos una parada para comer unos bocatas, y después proseguimos con nuestro viaje. 

   De la llegada al albergue no recuerdo demasiado, tan solo algunos episodios aislados, como el que tengo por objetivo contar aquí. 

   Entre las actividades que realizamos se encuentra un paseo en barco, de estos que puedes ir a la parte de arriba, lo que supuestamente es más divertido... No en nuestro caso. Aquella tarde el tiempo estaba raro; el cielo sin duda anunciaba tormenta, pero no se decidió hasta que pusimos un pie en el dichoso barquito. Al principio todo fueron risas en la parte superior. Nos hicimos fotos, tomamos el aire (por no decir airazo), cantamos... Y finalmente, cuando empezó a chispear, bajamos y tomamos asiento en el interior. Por fin el tiempo se había decidido regalándonos una tormenta, que haría que el barco en el que íbamos diese unos tumbos espeluznantes. Miriam lloró sobre el hombro de Nora, asustadísima, y pronto me uní yo, aunque menos afectada que mi amiga. Realmente, aquel paseo en barco fue bastante aterrador. "¡Vamos a morir!", dramatizaba Miriam, entre lágrimas. Evidentemente, aquello era una exageración, pero aún éramos niñas y nos asustábamos con más facilidad.

   Otro episodio bastante interesante fue el de la hora del baño. Cuando entramos descubrimos que éramos muchas, y además teníamos un tiempo límite... para más inri, no eran duchas individuales, sino compartidas. No nos hizo demasiada gracia. Podríamos haber optado por dejar nuestro aseo... pero justamente aquel día estábamos fatal. Si mi memoria no me falla, habíamos pasado la mañana en el campo, y la tierra y demás olores se adherían a nuestro cuerpo. Nos costó bastante, pero finalmente, Miriam, Nora y yo nos metimos en la misma ducha. Nos daba una vergüenza terrible. No sé si me lo estoy inventando, pero creo que hasta que no abrimos el grifo de la ducha no nos decidimos por desnudarnos del todo. Creo que las demás veces logramos introducirnos en una ducha individual, pero no estoy completamente segura.

   Ahora sí; debo contar lo que hace que aquel viaje al norte fuese memorable. Muchos pensarán que es una tontería, pero nosotras nos lo pasamos como nunca. Compartíamos habitación Carolina, Nora, Miriam, Samara, otra chica y yo. Todas dormíamos en literas, unas rojas metálicas, típicas de los albergues. No sé quién fue, tal vez Nora o Samara, tal vez la otra chica, el caso es que alguien subió un yogurt a la habitación. No sabíamos qué hacer con él. En el dormitorio no se permitía tener comida y nos daba algo de reparo tenerlo allí sobre una mesita. Al final, quién sabe por qué, hartas del yogurt... una de nosotras lo lanzó por la ventana. Nos quedamos atónitas, pero también rompimos a reír. Cuando nos asomamos con discreción por la ventana, comprobamos que el lácteo había estallado en el suelo... y al lado se encontraba nuestro profesor. Nos asustamos un poco, pero seguimos riendo. Cuando bajamos a cenar y a tomar el fresco un poco más tarde, pudimos comprobar que había rastro de yogurt. De hecho, no sé si alguien llegó a mencionar aquello, mientras nosotras cruzábamos miradas cómplices.

   Si bien, aunque ese momento es el que escojo de ese viaje, hay otros que también recuerdo. Un corto paseo por la playa, la excursión a un parque natural, las fresas Haribo (nunca volvieron a saberme igual de bien), una gymkana nocturna de lo más divertida... De ella recuerdo el momento en el que preguntaron quién quería ir al cementerio para realizar no se qué prueba. Nora, Mikel y yo, entre otros pocos, levantamos la mano. Entre susurros habíamos planeado encontrarnos los tres en el cementerio... Lamentablemente, esa pequeña excursión no se llevó a cabo.

   También realizamos una pequeña fiestecilla. Se me viene a la cabeza el momento en el que compartí una botella de ¿agua? ¿Fanta? de la máquina expendedora con muchas de las presentes. Me daba igual, la verdad. Pusieron música, y yo adoraba bailar... Pero Mikel, a pesar de ser mi "novio", no quería. Él siempre decía que no sabía bailar, lo cual me parecía una estupidez. Decidí pedírselo a otro amigo, mi compañero de pupitre en el colegio, pero rehusó la oferta. Malditos chicos, pensé. Qué aburridos. 

   El último día lloramos como nunca. Los monitores eran tan encantadores... Sabes desde ese mismo instante que jamás les volverás a ver. Y en el caso de que se crucen nuestros caminos, ni tan siquiera nos reconoceríamos los unos a los otros. Es algo triste.

   Creo que Nora no lloró, pero sí nos recuerdo a Miriam y a mí, sentados en la parte de atrás del todo del autocar, mirando hacia atrás. Cuando volviésemos pasaríamos nuestros últimos días de colegio. Tocaba enfrentarse con la realidad: nada dura para siempre y crecer es algo inevitable.
   Al regresar, entre otras cosas, yo tenía otra preocupación añadida: qué hacer con Mikel y Alex, el chico que de verdad me gustaba. Pero en aquel momento no quería saber nada de él. Prefería quedarme allí, en el norte, olvidar su existencia y no pasar al instituto.

   Pero a las pocas horas volvíamos a estar en casa, y al mes, todo había acabado.

   En septiembre comenzaríamos una nueva etapa. 


viernes, 1 de febrero de 2013

Remordimientos


   Está lloviendo; adoro los días de lluvia. Los veo como algo muy romántico… pero también pueden resultar melancólicos. Ahora mismo no sé muy bien cómo considerarlo. Acabo de salir por la puerta que conduce al techado del patio; él ha cruzado por delante mía y ni siquiera me ha mirado. Iba acompañado por otra profesora, una de las nuevas… No puedo evitar pensar que esa será su nueva “víctima”. Me quedo mirándole mientras camino lentamente bajo el techado. Ella está buscando las llaves para abrir la valla del aparcamiento, y él mientras habla y ríe mientras mira al cielo encapotado. No puedo evitar frenar un poco para mirarle, aunque sólo sea unos segundos más. Veo cómo se despide de la nueva y se dirige a su coche sin prisas, a pesar de la lluvia. Por fin, continúo caminando. Apenas me doy cuenta de la presencia de unos alumnos que me miran de reojo al pasar junto a ellos. De pronto me percato de que seguramente se me note en la cara… Bajo la mirada, azorada.
   Me consideran una mujer fuerte pero, ¿de verdad lo soy? ¿Podré aguantar mucho más con esto?
   Llego por fin al aula donde me toca hacer un examen. Cuando entro me encuentro con el mismo panorama de siempre: todos los alumnos de pie, fuera de su sitio y algunos de ellos enzarzados en una batalla donde sus armas no son otra cosa que las flautas que deberán usar ahora para realizar su examen. Camino por el aula de música con decisión, como si nada, haciendo que mis tacones resuenen por toda la clase. Inmediatamente todos se percatan de mi presencia y ocupan sus respectivos asientos. Dejo mis cosas sobre la mesa, abro mi cuaderno de notas y, sin más dilación, nombro al primer alumno de la lista sin apartar la mirada del cuaderno. El alumno toca la pieza a la perfección a pesar de ser el primero. No noto ni una pizca de nerviosismo. Cojo un bolígrafo y tomo nota. La música deja de sonar.
   -Puedes sentarte.
   -¿He aprobado? -me pregunta casi a voz en grito. Me molesta, pero no le digo nada.
   -Las notas al final. -levanto la mirada y le miro severa-. Siguiente.
   Rodeo la mesa y me siento sobre ésta antes de que la segunda alumna empiece. Está nerviosa. Toca un par de notas y para, y luego vuelve a empezar …
   -¿Has estudiado?
   -S-sí, mucho, pero… -tartamudea.
   -Si has estudiado no tienes por qué estar nerviosa. Empieza otra vez.
   Me quedo a su lado, y cuando me mira de reojo no puedo evitar dedicarle una sonrisa alentadora. La toca del tirón, tal vez un poco deprisa, pero no mal.
   La clase se me pasa muy lenta, pero al menos con la música consigo tenerle apartado de mi mente. Cómo detesto que se instale ahí, sólo consigue que me ponga de mal humor. ¡Mierda! Ya estoy otra vez pensando en él…
   El timbre suena, pero nadie se mueve; saben que conmigo eso no vale. El último de los alumnos termina de tocar.
   -¿Queréis saber ya las notas?
   Veo que al principio vacilan entre salir de allí y quedarse con la duda, o permanecer unos minutos más y conocer sus resultados. Finalmente se decantan por la segunda opción. Voy diciendo por orden de lista las calificaciones de cada uno y, cuando al fin termino, les hago una señal con la mano, indicándoles que pueden marcharse. Cuando ya no queda nadie, me dejo caer sobre la silla y entierro mi rostro entre mis manos.
   <<Ya son… ¿cuántos años? He perdido la cuenta… esto empieza a resultar patético>> -pienso, mientras apoyo los codos en la mesa y entrelazo las manos-.<<Y por si fuera poco, la cosa va a peor… No me ha visto, por eso no me ha saludado, está claro. No sé por qué me molesto por cosas tan tontas e insignificantes.>>
   Pero está claro que lo que me molesta no es el simple hecho de no haberme mirado siquiera, no; la cosa iba más allá… Suzanne, la nueva profesora, era su próxima “víctima“. Y con eso me refería a que era la siguiente en sucumbir a los encantos de Robbie Sammuels.
   -Robbie… -susurré para mi.
   Robbie Sammuels es profesor de literatura y está divorciado desde hace unos cuatro años. Tiene el pelo negro, corto, ojos azul claro, y una media sonrisa que quita el hipo. En conjunto resulta bastante atractivo (bueno, para mí, muy atractivo). Antes de divorciarse era un hombre cariñoso, atento, gracioso… Pero cuando su matrimonio terminó, simplemente se desmadró. Estoy casi al cien por cien segura de que todas las profesoras solteras han compartido cama con él más de una vez. Y… A veces desearía ser una de ellas. Pero estoy casada y tengo una niña preciosa a la que adoro; si no fuese por mi pequeña Amy ya habría cometido una locura hace mucho tiempo. Tampoco es que ser una de esas profesoras me ayudase, porque yo quiero a Robbie: le quiero de verdad. Pero la idea del adulterio me asusta… O más bien me asusta el hecho de que se me pase semejante idea por la cabeza. Yo antes no era así; yo cambié cuando él cambió. Me enamoré del Robbie que estaba a mi lado cuando más le necesité, no del que ahora coquetea cada vez que se le presenta la ocasión. Pero, aún así, a pesar de que lo he intentado durante estos últimos años… No he podido quitármelo de la cabeza (aunque verle todos los días no ayuda especialmente).
   -¡Katie..! ¿Katherine?
   La voz de alguien me sobresalta dejando a un lado aquellos pensamientos. Alzo la vista y veo al director junto a la puerta.
   -¿Estás bien? -me pregunta, algo preocupado.
   -Oh… -digo lo primero que se me viene a la cabeza-. Tan sólo pensaba. ¿Nos vamos ya?
   La casa de Nicholas, el director, me pilla de paso, de modo que siempre le acerco. Tardo menos de diez minutos en llegar hasta allí.
   Justo cuando va a bajarse, recuerda algo y se vuelve hacia mí.
   -¿Estás segura sobre lo del traslado?
   Miro al volante evitando su mirada por miedo a que descubra lo insegura que estoy... Aunque, finalmente, decido contarle la verdad.
   -No estoy para nada segura, pero creo que es lo mejor. Además, es probable que trasladen a mi marido a otra ciudad.
   -Aún tienes tiempo para pensarlo. De todas formas hasta el curso que viene no te lo concederían.
   Le sonrío intentando que eso lo diga todo y se de por vencido de una vez… Pero no se va.
   -Katie, lo que no entiendo son tus motivos… Llevas años trabajando aquí, ¿qué te ha hecho cambiar de opinión? Siento si me estoy metiendo donde no me llaman, pero me gustaría que confiases en mí, son muchos años ya…
   -Lo siento Nicholas, pero es un tema personal. No es cuestión de confianza… Simplemente me sentiría muy violenta hablando del tema. ¿Lo entiendes?
   Me sonríe, me promete no insistir más, y finalmente se marcha.
   Arranco el coche y me alejo de allí para meterme en la carretera principal que lleva hasta mi casa.

miércoles, 30 de enero de 2013

Impulsos nocturnos

   Fruto de la casualidad… eso había sido nuestro encuentro. Un encuentro que se había prolongado más tiempo del que seguramente ambos teníamos previsto. Cenar, tomar una copa y después… ir a su casa. 
   –No puedes conducir con el copazo que te acabas de tomar. Si te pillan la multa te va a salir por un pico… –me dijo, muy serio–. Mi casa no queda demasiado lejos. Puedes conducir hasta allí y aparcar; hay un descampado, así que por el aparcamiento ni te preocupes. 
   –¿Y esperar allí? –le pregunté. Inmediatamente me sentí realmente tonta. Acababa de insinuarle que podríamos ir…
   –Claro, mujer. En mi casa.

   Acepté. ¿Cómo no iba a hacerlo? Creo que aunque hubiese querido, el <<no>> no habría salido de mi boca, estoy segura. 
   Subimos en ascensor hasta su apartamento. Se me antojó el lugar más estrecho del mundo… Él y yo en un ascensor, a solas, los dos… Sacudí la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos de mi mente. Él me miró un poco extrañado por mi comportamiento. ¡Joder! Emma, tienes una edad, deja de comportarte como si aún tuvieses quince años. 
   El apartamento me pareció muy acogedor. Era todo muy… él. Los DVD’s y los cientos de libros acaparando todas las estanterías del salón, una gran televisión de plasma con equipo de home cinema incluído… Muebles oscuros, un mini bar. Demasiado él. Ni siquiera había fotos. 
   –Puedes quitarte los zapatos, si quieres. –fue una sugerencia que, por cierto, acepté. Los tacones nunca habían sido lo mío.
   Lo extraño fue que al quitármelos, tras dejarlos colocados en el hall de su casa, me sentí muy… no sabría decirlo. Ya no estaba alta, erguida, haciendo ver que mis piernas podían ser bonitas; no. Me sentía casi vulnerable. Rápidamente, tomé asiento en el suelo de su salón, enmoquetado de un color beige. 
   –¿Prefieres estar en el suelo?
   Asentí, mientras trataba de encontrar una postura cómoda y a la vez… elegante, por decirlo de algún modo. 
   –Oye, ¿te apetece otra copa? 
   –¿No se supone que vengo para que el alcohol..?
   –Ya, para eso faltan unas horas. Por una no pasa nada… 
   –¿Qué tienes? 
   –Mmm… –oí tintinear las botellas al chocar–. Por desgracia sólo tengo coñac, lo siento.
   Cogió su copa y la botella y se sentó a mi lado. Le vi servirse la oscura bebida y darle un generoso trago.
   –¿Puedo probarlo? –pregunté.
   Ya lo había probado hacía unos años, y sé que el sabor me había parecido asqueroso… pero quién sabe, tal vez, con el paso del tiempo, podría llegar a gustarme.
   –¿Seguro? No te va a gustar.
   –Bueno, tú déjame a ver.
   Me llevé su copa a la boca y olí la bebida. Olía mal, muy fuerte… Bueno, la coliflor también olía mal y me gustaba. Mojé los labios y saboreé un poco esa… asquerosa, repugnante y… mierda de bebida. ¿¡Cómo podía alguien beberse esa cosa?! 
   –Jajaja, –rió, recuperando su copa y volviendo a beber–. Es una bebida de hombres, Emma, a las mujeres normalmente no les gusta. 
   Volvió a beber, alzando su mirada por encima de la copa. ¿Se jactaba por beber eso? ¿Acaso le hacía más hombre? 
   –¿Cómo puedes beberte eso así, como si fuese agua? 
   –Estamos hechos para que nos guste, supongo. 
   –Oh, por favor… –me repateaba su supuesta muestra de hombría, o lo que fuera eso que pretendía.
   –¿Qué? Todavía no he visto a ninguna mujer que lo aguante. –me respondió, al ver que ponía los ojos en blanco. 
   Siguió bebiendo hasta que apuró su copa. Se sirvió otra generosa cantidad y lo dejó sobre un posavasos que había colocado en el suelo. Me miró con una media sonrisa. Yo, en cambio, estaba un tanto seria… Mi cerebro estaba maquinando algo. Maldición. Era de noche, altas horas de la noche; cualquier cosa que pensase sería una completa…
   –Trae. –retiré la copa del posavasos y me la bebí de un trago, sin pensar.
   …una completa estupidez, efectivamente. 
   Debí poner una cara horrible, y también graciosa, porque él se echó a reír. La verdad es que me sentó como una maldita patada en el estómago; la bebida, digo. Sentí que la boca, la garganta y después todo mi cuerpo ardía. Para colmo, esa bebida del demonio me había dejado un sabor de boca repulsivo. 
   –No te rías… –pude decirle, aún asqueada–. Qué asco, odio cómo… 
   Nuestras miradas se cruzaron. Él ya no reía, y yo me volví a poner seria de pronto. Tenía los ojos llorosos. El alcohol empezaba a hacer su efecto.
  Francamente, no sé decir quién se acercó a quién. Pude haber sido yo; aquella noche me estaba luciendo. Aunque… prefiero pensar que fue él. 
   Cuando me besó, perdí por completo el sentido del tiempo. El sabor de su beso me hizo olvidar el repugnante sabor del coñac (y eso que él también había bebido) y nuestra notable diferencia de edad. Mierda. No, mierda, ese factor seguía estando muy presente. No podía… No…
   Le aparté de mí, tal vez con más brusquedad de la que pretendía. Él ni siquiera se inmutó. Tomó su copa de nuevo, notó la ausencia de los cubitos de hielo, ya derretidos, y se levantó para ir a buscar más a la cocina. 
   Yo permanecí en el suelo, inmóvil. La cabeza me daba vueltas y mi boca pedía a gritos más besos.
Traté de levantarme, apoyándome en el sillón que tenía al lado, pero en cuanto despegué mi trasero del suelo, me mareé de verdad. Perdí incluso el equilibrio. Menos mal que él no me había visto. 
   Volvió a los pocos minutos, con hielos flotando entre el coñac en el interior de su copa. Parecía tranquilo. Imbécil. ¿De qué iba? Me logré poner en pie al fin y le miré con curiosidad. 
   –Bueno, ¿qué hacemos? –lanzó la pregunta al aire. 
   Me llevé una mano a la cabeza y suspiré por el mareo que seguía torturándome y por la indiferencia de él. Me estaba sacando de quicio, allí, apoyado sobre el marco de la puerta, alzando su copa. Se estaba mofando de mí. Siempre había sido un cabrón. Volvió a dedicarme una media sonrisa. 
   ¿Qué estoy haciendo? No debería estar aquí. 
   Me voy, joder.
   Mi chaqueta. ¿Dónde he dejado mi jodida chaqueta?
   ¿¡Por qué coño sigue bebiendo y sonriendo como si nada?! 
   Me dirijo hacia la entrada, para recuperar mis tacones y largarme echando leches, pero, al pasar junto a él, me detiene.
   –¿Te vas? –no respondo, no obstante, él continúa hablando–. No voy a dejar que te vayas así; estás mareada. Anda, siéntate y hablemos… O mira, si lo prefieres, puedes irte a dormir. A mí no me importa. 
Yo no suelo quedarme callada, me gusta hablar. Pero… es que…  las palabras no me salen ahora… 
   –¿Dormir? 
   –Sí. Te dejo mi cama, yo me quedaré aquí. 
   –Dormir…
   No estaba pensando yo en otra cosa. ¿Dormir? ¡JA! 
   Fingiré que no sé quién se lanzó esta vez. Nos besamos hasta acabar en el suelo. 

martes, 29 de enero de 2013

Pensamientos oscuros

   Necesito un poco de comprensión... espero encontrarla aquí. 
   Hace algún tiempo leí en una novela que la protagonista se imaginaba a sí misma sacando una escopeta de su bolso, y después disparaba con ella en la cabeza a otra persona, como si nada. Luego volvía a su rutina... Estoy aquí para decir que yo también me he imaginado eso. 
   Lo de la escopeta se me ha pasado por la cabeza, pero yo soy más de las que empuñan una pala o un hacha. Si, de esas enormes, con un mango de madera, de las que salen en las películas cuando excavan una fosa -en el caso de la pala-, o las mismas que suele portar algún tipo rudo partiendo leña para más tarde alimentar el fuego. 
   Me imagino a mí misma, empuñando cualquiera de estas armas, y golpeando con fiereza a mis blancos de desesperación. 
   Sonará muy macabro, pero incluso llego a ver en mis fantasías cómo sería rebanar sus cabezas, y tras llevar a cabo esta tarea, contemplar cómo un surtidor de sangre rezuma de sus cuellos. Al mili segundo esos individuos vuelven a tener la cabeza sobre los hombros.  
   En realidad yo soy una persona muy pacífica y para nada violenta. Pero admitámoslo... todos tenemos nuestros límites, y todos hemos deseado pagar nuestra frustración con alguien, especialmente si ese 'alguien' es el culpable de nuestra desesperación. 

  Os quiero. 

lunes, 28 de enero de 2013

Ojos que me acechan

   Temo despertar a Geoffrey con el rasgar de la pluma sobre el pergamino, sin embargo, no puedo evitar escribir, pues para mí es casi como una terapia. 
   Algo perturbador me ha ocurrido hoy. Creo que nunca me había sucedido nada semejante. 
   Cuando bajé de la avioneta, muchos hombres vinieron a recibirnos con entusiasmo y cordialidad, lo cual agradecí, porque temía sentirme fuera de lugar en un sitio como aquel, en el que me encontraría rodeada del género masculino.  Por algún extraño motivo, al poner los pies en tierra, sentí como si alguien me observase; es posible que así fuera, pero no pude cerciorarme de ello, pues mi marido captaba en aquel momento toda mi atención... o casi toda. 
   Minutos más tarde, ya bajo la sombra que nos regalaba una enorme carpa, me preocupé por saciar mi sed, hasta que un hombre decidió presentarme a una de las personalidades más importantes de la expedición: el Conde László Almásy. Parecía un hombre reservado, tímido, y también muy inteligente. Yo expresé lo maravillada que me sentía de estar en aquel lugar. Extrañamente, atisbé en él cierto grado de nerviosismo e incomodidad. Y lo que resultó más chocante: yo misma me sentí igual cuando Geoffrey se acercó para besarme. 

   Cuando sobrevolábamos el cielo, con un inminente atardecer, volví a sentirme turbada. Mientras mi esposo tomaba fotografías bajo las indicaciones del Conde Almásy, yo me limitaba a admirar el paisaje egipcio. Pero sabía que algo no andaba del todo bien. Lo que me traía de cabeza es que no sabía de qué se trataba. 
   Geoffrey hizo un loop con nuestra avioneta, mientras que la de los otros dos se alejaba. Yo no tenía miedo de que mi marido hiciese esas piruetas, lo cual era digno de admiración, pues normalmente, las mujeres ante esas situaciones se escandalizaban y gritaban. 

   Por la noche aquello se convirtió en un lugar festivo; se formaron círculos distintos frente a diferentes hogueras. Nuestro grupo se dedicó a hacer girar una botella de vidrio, señalando así a los miembros del grupo que se le antojaba a ésta. Algunos cantaron, otros, como Geoffrey, bailaron... Y cuando llegó mi turno, opté por  contarles el episodio de Candaules, de Herodoto. Todos aquellos hombres me observaban y escuchaban, atentos... Pero una vez más, la misma sensación volvió a asaltarme. No obstante, aquella vez sí pude encontrar al causante de mis, digamos, delirios. Mi relato proseguía, y mientras, mis ojos pasaban por encima de los de cada hombre, uno por uno... hasta que me topé con los suyos. Fue un contacto visual de apenas dos segundos, pero resultaron ser suficientes para saber que era él, Almásy, quien me miraba de aquel modo tan incitador. Dios me perdone, pero no creo que sea mi imaginación la que me hace escribir estas cosas. 
   Él bajó la mirada, cohibido, y yo, sin embargo, apenas parpadeé. László Almásy volvió a alzar sus ojos verdes, para enfrentarlos a los míos, que buscaron otros pares de ojos a su vez. 
   Cuando acabé el relato con un sencillo "fin", regresé a mi sitio junto al fuego, nerviosa. Era consciente de que él ya no me prestaba atención. Y sin embargo... su manera de contemplarme, con aquella fascinación, seguía grabada a fuego en mi mente. 

   Geoffrey duerme plácidamente. Lo correcto es que regrese a su lado, queme esto y me olvide de los sucesos acontecidos hoy. Y lo haría de inmediato si, al cerrar los ojos, o tan solo con parpadear, no se me apareciese la imagen de unos ojos verdes... más reveladores de lo que su persona cree. 

Katharine




domingo, 27 de enero de 2013

Conjuro para viajar

Después de varios intentos de blog... abro uno más. Curiosamente, esta vez el título me ha costado un poco menos (y es que los títulos se me dan fatal desde siempre, salvo cuando se trata de ponérselo a un capítulo de alguna historia). ¿Por qué La isla de Naboombu? Sencillamente porque sería mi lugar idílico para pasar una temporada. Una temporada dedicada a pensar o a vivir como una loca más, entre los locos del lugar... ¿Es que nunca habíais oído hablar de esta isla? Se puede llegar en un medio, digamos, poco convencional: una cama. Sí, sí, no pongáis esas caras. Pero no una cama cualquiera, sino una cama que posea un boliche que pueda desenroscarse, para poder emplear así nuestro conjuro para viajar. ¡No estoy loca, en serio! (bueno, un poco sí). Unos toquecitos a nuestro boliche mientras pronunciamos el lugar al que deseamos viajar... ¡y listo! ¡Agárrense fuerte a las sábanas y a los barrotes de sus camas, porque este será un viaje movidito! 

Antes o después de ir a Naboombu, podemos pasar por un sinfín de sitios... ¿Qué tal París? ¿Londres? ¿La isla de Perdidos

¿Sabéis? En Naboombu los animales hablan, el fútbol es un deporte mucho más divertido desde que se juega con las normas de allí, ¡y se puede respirar bajo el mar, donde se celebran multitud de fiestas! 
Eso sí... cuidaros de molestar al rey Leonidas, tiene muy mal genio; le encanta gritar y dar órdenes. 

Personalmente, creo que voy a pasar una temporadita en el fondo misterioso del mar... feliz.



La isla de Naboombu procede de la película La bruja novata (Robert Stevenson, 1971).